Finca Fátima, el secreto mejor guardado entre cafetos
A 1,250 metros de altura, entre orquídeas, risas de pájaros y procesos de excelencia, una finca en Coatepec redefine el verdadero significado del café de especialidad.

He cruzado cafetales colgados de montañas en Huehuetenango, catado varietales rarísimos en terrazas de Santa Ana, y sentido el sol seco de Oaxaca dorar cerezas casi en silencio. Sin embargo, pocas veces me he sentido tan intrigado como al adentrarme en el portón discreto de Finca Fátima, en las faldas del Cerro de las Culebras, justo donde el bosque mesófilo comienza a susurrar secretos.
No es solo el café. Es el todo. El aire, saturado de humedad dulce, las hojas que respiran historia, el canto inverosímil de un pájaro que, como me advierte Givette Pérez, “se ríe”. Y en efecto, se ríe. Porque algo hay aquí que se burla —amablemente— de quienes creíamos haberlo visto todo en el mundo del café.

Desde la entrada, la finca parece una pintura en movimiento: 20 hectáreas de biodiversidad, sombra natural de chalahuites, mariposas temblorosas sobre matas de café, y, en cada rincón, manos sabias que cultivan con respeto y precisión. A 1,250 metros sobre el nivel del mar, este paraje no se limita a producir café de especialidad: lo cultiva con una reverencia casi espiritual.
La historia aquí no se cuenta en discursos; se infiere en el andar de Givette, nieta de Antonio Orea y Genoveva Pérez, cuya calidez supera cualquier protocolo. Desde 2017, ella y su hermano Ernesto abandonaron el mercado convencional para elevar su café a estándares globales. Y lo han logrado. No se llega a 89.41 puntos en Taza de Excelencia por accidente. Ni se coloca un gesha entre los mejores 40 del país sin una obsesiva devoción por el detalle.
Lo que más admiro de Finca Fátima es su capacidad de conjugar tradición e innovación. Aquí, las cerezas se recolectan una a una, madurez óptima, piel tensa, densidad alta. Los procesos van desde lavados clásicos hasta fermentaciones anaeróbicas carbónicas, cuyo control es de laboratorio, pero se realiza en medio del bosque. Todo supervisado por paladares entrenados y narices que han aprendido a leer el café como se lee un poema.
En la cata, sobresale un Typica criollo lavado, con notas limpias de flor blanca, lima dulce y un retrogusto a mazapán que me dejó sin habla. El Marsellesa natural, por otro lado, es pura fruta: mora azul, panela, y un dulzor largo que permanece como recuerdo en el paladar. Y ni hablar del Gesha experimental, elegante y audaz como un jazz en domingo: jazmín, mandarina y una estructura que invita a la contemplación.
Pero más allá del análisis sensorial, lo que hace única esta finca es la vivencia integral. Caminar el sendero de las orquídeas, aprender a identificar defectos en el grano, recolectar cerezas con tu propia canastilla, y terminar la jornada con un almuerzo veracruzano digno de cualquier chef de estrellas —eso es lo que transforma una visita en una experiencia.
Y si decides quedarte, Finca Fátima ofrece hospedaje vía Airbnb: un retiro inmersivo donde el sonido del bosque sustituye al reloj. No es lujo: es autenticidad. Vistas al Cofre de Perote, aroma a cafetal al amanecer, una taza de filtro bien hecho entre manos que han trabajado la tierra por generaciones.
En cada rincón, esta finca confirma algo que aprendí hace tiempo, pero que aquí cobra otra dimensión: el buen café no nace solo del grano. Nace del suelo, del clima, del cuidado… pero, sobre todo, de la intención. Y la intención de Givette y su familia es noble, clara y profundamente honesta.
Si el café tiene alma —y yo creo que sí—, Finca Fátima es uno de sus templos.
📍 Ubicación
Carretera Antigua Coatepec-Xalapa Km. 7.5, Consolapa, Coatepec, Veracruz, México
🌐 Sitio Web
@fincafatima