La Playa de las 17 Personas
Un instante detenido donde cada figura cuenta una historia distinta bajo el mismo sol, entre el rumor del mar y la nostalgia del viento.

Cuando abrí la fotografía en mi computadora, una ráfaga de recuerdos, sensaciones salobres y calor de mediodía se coló por la pantalla. Era “La Playa de las 17 Personas”, mi último disparo con la Nikon durante un eterno domingo. No era sólo una imagen. Era un mapa humano, un rompecabezas vivo de historias simultáneas tejidas por la arena, el viento y el salitre. Observé a cada uno, como si la cámara me hubiese regalado un fragmento de novela por cada rostro. Y así comencé a imaginar, a pintar con la memoria y la intuición.
Allá, flotando en la línea ondulada del horizonte, el pescador solitario en su lancha blanca. Mira al norte, hacia algún recuerdo o promesa invisible. No pesca peces hoy, pesca pensamientos. Tal vez se pregunta si las ciudades lejanas que se insinúan en la bruma aún guardan algo de él, o si ha logrado escaparse para siempre.
En la escollera, dos sombras quietas entre piedras monstruosas: los pescadores. Uno lanza una mirada al mar, como si pudiera leer sus secretos; el otro observa las olas romper con indiferencia paciente, como si esperaran más que peces: el tiempo, el momento exacto en que todo cobre sentido.
Frente a ellos, entre espuma y juego, tres bañistas se mojan los tobillos. El de la playera parece haber bajado corriendo desde alguna oficina, aún cargando la semana sobre los hombros. El de la camisa rosa, de mangas cortas, escucha atentamente alguna revelación ¿sobre el mar? ¿sobre lo bonito que es Veracruz? o no se han quitado el tema de rutina en alguna ciudad de donde vienen. La señor de la blusa deportiva rosa pareciera entretenida con la arena que revolotea bajo la ola.
A la derecha, el joven solitario de bermudas de mezclilla camina con paso firme. Lleva una petaca en la mano y una backpack. Quizá busca a alguien que no llegó, o simplemente vino a despedirse de algo. Camina hacia el rumor de las olas, como si esperara que el mar le respondiera.

Bajo la sombrilla, una escena doméstica. La señora regordeta y cachetona, con gorra de Peso Pluma, mira de frente a su acompañante. ¿Su marido? Él tiene los brazos cruzados por detrás de la nuca, en ese gesto ambiguo que puede ser de descanso o de resignación. Tal vez él sólo escucha mientras ella enumera gastos o recuerdos.
Detrás de ellos, tras la mesa cubierta con un mantel amarillo chillante, hay un hombre indiferente a la canasta con las joyas del antojo playero: plátanos fritos, chicharrines, papas en bolsita. Falta verla, pero yo sé que la salsa Valentina está allí. Como siempre. Como en todas las playas de este país.
A su izquierda, el joven de gorra negra conversa con la mujer de blusa de encaje negro, prenda inusual para el calor, como un luto que se niega a quitarse. Él parece más cómodo, ella parece más lejana. Ambos son parte de la misma foto, pero no sé si del mismo viaje.
Y luego, la familia de tres: cinco cajas de pizza Little Caesars devoradas con felicidad casi infantil. El de la gorra negra y lentes ya no come, el otro tiene los cachetes inflados por el bocado más grande del día, y la mujer —madre, tal vez— deja que el viento juegue con su mechón.
Al fondo, donde las olas se apagan y se vuelven espuma mansa, una mujer con vestido morado —quizá floreado— se deja abrazar por el agua. Frente a ella, apenas visible, una pantorrilla de alguien que la acompaña o que simplemente la observa desde el olvido.
Ahí estamos. Diecisiete personas. Diecisiete universos. El mío compartido en la aventura de estos pensamientos. Capturados en un parpadeo, en un clic que no fue solo de obturador, sino de alma. Pintar con la cámara es distinto a pintar con pinceles. Pero en esta imagen, sentí que hice ambas cosas. Y el mar, como siempre, fue mi cómplice silencioso.