El día que el mar levantó una cruz
Un viejo pescador de Antón Lizardo revela la aterradora visión que lo alejó del agua hace más de 30 años… y un fotógrafo logra capturar el instante en que el misterio volvió a hablar.

Yo no estaba buscando una historia. Sólo quería atrapar el sol justo cuando tocara la superficie del mar, esa línea sagrada donde el agua finge tragarse la luz. Pero en Antón Lizardo aprendí que hay cosas que no se buscan y, sin embargo, lo encuentran a uno.
Estaba sentado en una lancha vieja, desconchada, de fibra de vidrio, como muchas varadas en esa playa. A mi lado, Don Elías vendía Toritos en botellas recicladas. Tenía la mirada perdida en el horizonte, pero hablaba como quien se desahoga con las olas. Me contó su historia sin que yo se la pidiera. Como si el mar le hubiera dicho que ya era hora de soltarla.
—Fue un Viernes Santo —me dijo, con la voz masticada por la sal del tiempo—. Mi abuela estaba grave en el hospital. No tenía con qué pagar la operación. Todo el mundo nos cerró la puerta. Hasta el cura.
El mismo cura, según él, le advirtió que salir a pescar ese día era tentar al mar. Que no se juega con los días santos, que hay criaturas que despiertan en esas horas donde Dios está en silencio. Pero Don Elías salió. Porque cuando se trata de salvar a quien uno ama, hasta el infierno se vuelve paisaje.
Me habló de cómo la oscuridad lo envolvía antes del amanecer. Y de cómo, de pronto, no estuvo solo. “Eran mujeres, pero no eran mujeres”, dijo. Criaturas con colas de pescado, pechos al aire y voces que parecían gritos de parto. Le nadaban alrededor, arrastrando faldones que se enredaban en la espuma, con cabelleras espesas que flotaban como lirios negros.
—No eran sirenas —dijo, mirándome fijo—. Eran otra cosa. Venían por mí. Por desobediente.
No pescó nada. Volvió vacío. Y fue entonces, cuando su lancha tocó la arena, que vio lo último: una cruz inmensa, hecha de agua y fuego, levantándose entre las criaturas y el sol que apenas nacía.
Yo levanté la cámara. No por valentía. Por instinto. El reflejo del sol me dijo “ahora” y disparé. Fue entonces que escuché los gruñidos. No de un motor, no de gaviotas. Sonaban como el fondo del mar quejándose. Me volteé y vi a Don Elías. Ya no hablaba. Sujetaba fuerte su bolsa de Toritos. Y caminó.
No volvió a decir nada. Yo tampoco.
La foto que tomé ese día la trabajé en blanco y negro. Quizás porque el color no le hace justicia al misterio. O tal vez porque los fantasmas no tienen pigmentos. Sólo formas, niebla y leyendas.
Esta es la imagen que acompaña mi texto de hoy para Riviera Veracruz Magazine. Pero, si me preguntan, no es una foto de un amanecer. Es el retrato del instante en que el mar me dijo que también tiene memoria.