VISTA

La sombra del Malecón

A veces no es la ciudad la que envejece, sino la mirada que ya no quiere creer en su promesa de postal.

A esta hora, el sol ya no muerde, pero deja marcas. Las baldosas del Malecón transpiran sal, y las gaviotas, esas viejas cínicas del cielo, se burlan de nosotros desde lo alto. Hoy caminé lento. No por gusto, sino por peso. Porque hay días en que la ciudad se te pega a la espalda como humedad vieja. Y a veces caminar por el Malecón no es paseo: es supervivencia.

Vi, como siempre, a los turistas rendidos ante la postal: la Torre de Pemex, el faro, los barcos congelados en un tiempo sin puerto. Frente a la Parroquia, un lechero hipnotiza con su danza blanca, mientras el café —ese brebaje sagrado— intenta sostener lo que queda del alma. Hay venta de fruta pelada con chile que arde más que la vida, papas que saben a grasa y nostalgia, chicharrones inflados como las promesas de campaña. Y en cada esquina, artesanos de estrellas de mar barnizadas en dorado, llaveros con arena que nunca tocó Veracruz.

Caminar aquí es como atravesarse uno mismo. No cambia el Malecón; cambiamos nosotros. O, tal vez, solo afinamos la mirada. Aprendemos a ver cómo el salitre se roba los letreros, cómo el viento se lleva los nombres, cómo el mar —ese anciano insistente— reclama cada centímetro de cemento que le arrebatamos. El Malecón no olvida y tampoco perdona.

Yo camino porque no sé hacer otra cosa

Hay algo profundamente falso en la Plaza de las Artesanías, ese mercado de souvenirs que son todo, menos artesanías. En la calle te encuentras con hombres vendiendo relojes falsos, habanos cubanos con acento chilango, pulseras hechas en China que juran ser totonacas, lentes raivan. Policías que sudan más de lo que patrullan. Algunos vendedores llegaron en barco y nunca se fueron. Y uno, que sigue viniendo, como quien regresa a una herida mal cerrada.

Yo camino porque no sé hacer otra cosa. Porque aquí, entre la venta de cocos y el entusiasmo de los turista por ver cómo los “sacamonedas” las recuperan del fondo del mar, busco algo que se me perdió. Tal vez fue el amor. O la infancia. O el silencio. O una versión de mí que ya no quiere aparecer. Porque el Malecón, a ratos, es un espejo, y no siempre estamos listos para lo que refleja.

Hoy vi la sombra del Malecón. No la que proyecta el faro, ni la de los edificios roídos, sino la sombra de lo que somos cuando ya no fingimos. La sombra de una ciudad que resiste con los dientes apretados, que vende artesanías que no lo son pero se aferra a un café que entusiasma cuando se bebe. La sombra que arrastramos al caminar, mezcla de pasado, sal y resignación.

Y aunque el mar me escupe en la cara con cada ola, vuelvo. Porque tal vez es su manera de decirme que siga. Que lo importante no es llegar, sino no dejar de andar, aun con la sombra pegada a los talones.

Esta tarde el mar volvió a hablar. No con palabras, sino con espuma. Y por un segundo, creí entenderlo.

¿Cambiará el paisaje del Foro Boca con un nuevo puente?

Elias del Mar

El columnista desmonta modas, lugares comunes, discursos mediáticos y finge hablar de cosas pequeñas (el café, la lluvia, un perro callejero), pero en realidad lanza dardos contra lo mediocre, lo corrupto y lo pretencioso.

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