VISTA

Airbnb no paga el silencio

Los fraccionamientos de la Riviera Veracruzana empiezan a llenarse de visitantes que confunden descanso con pachanga.

Esta mañana, desde la terraza, la vi. Allá, a lo lejos, detrás de nuevas casas y los reflectores solares que apuntan al cielo sin culpa, la Laguna de Mandinga apenas brillaba. Una línea de agua detenida, casi imaginaria, como si la hubieran pintado para recordarnos que alguna vez aquí todo era silencio, silencio que poco a poco se empieza a llevar Airbnb.

Más cerca, el sonido fue otro: la pluma de acceso abriéndose muchas veces en menos de diez minutos. Entraron tres, tal vez cuatro camionetas. Cristales polarizados, placas de otros estados, puertas que se abren con ese impulso de fin de semana urgente. Bajaron primos, amigos, colegas. Con hieleras, bocinas, cerveza en la mano y ese paso de quien viene a disfrutar, no a convivir. Iban directo al club.

No pasó nada, dirán algunos. Solo un poco más de ruido en la alberca. Un par de niños corriendo por los pasillos. Una bocina que tardó más de la cuenta en apagarse. Pero quien ha vivido aquí más de tres estaciones sabe que los cambios no empiezan con escándalos. Empiezan con repeticiones.

Antes, en este fraccionamiento, uno reconocía a sus vecinos por la forma en que saludaban al guardia o por el color de sus crocs. Ahora, los rostros cambian cada fin de semana. Las casas se alquilan por noche. Las reglas —que no permiten fiestas, que piden respeto al descanso, que exigen registro previo— parecen opcionales si vienes con suficiente volumen y una reserva confirmada.

Airbnb, dicen. Y lo dicen como si fuera sinónimo de libertad. Pero lo que se escapa, casi sin que nos demos cuenta, es el tejido fino de la vida cotidiana: la confianza en quien toca tu timbre, el saludo en la tienda, el saber que si tu hijo se cae en la bici, alguien lo reconocerá.

Todavía no estamos en crisis. Pero ya hay chispazos. Como la discusión del sábado pasado en la tienda del fraccionamiento, cuando un visitante empujó a un residente que pidió respeto. Como las quejas nuevas en el email de la administración. Como esa sensación rara de que el club —el mismo por el que pagamos mantenimiento puntual— ahora es más de quien llega que de quien vive.

Quedan decisiones por tomar. Y no son cómodas. Regular, limitar, pensar más allá del ingreso fácil. Preguntarnos si este lugar quiere seguir siendo un hogar o resignarse a ser un decorado de fines de semana. Porque lo que está en juego no es solo el silencio, sino el derecho a habitar con dignidad.
Y si no se actúa pronto, lo que hoy es apenas una incomodidad será mañana un desarraigo permanente. El tipo de pérdida que, cuando se nota, ya es demasiado tarde para recuperar.

El Típico de Mandinga, herencia gastronómica inalterable

Elias del Mar

El columnista desmonta modas, lugares comunes, discursos mediáticos y finge hablar de cosas pequeñas (el café, la lluvia, un perro callejero), pero en realidad lanza dardos contra lo mediocre, lo corrupto y lo pretencioso.

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button