La memoria roja de las manzanas
Entre leyendas, mercados y cocinas antiguas: la pasión por una fruta que nunca deja de contar historias.

Nunca fui chef de uniforme impecable ni de cuchillos alineados como soldados. No aprendí en escuelas, sino en las cocinas tibias de las abuelas, donde el reloj no marcaba horas sino hervor, y las recetas eran rumores que pasaban de mano en mano como si fueran secretos. Allí descubrí que una fruta podía tener alma, y que las manzanas —esas esferas modestas y perfectas— la tenían entera.
La primera vez que la sostuve sentí su piel —a veces tersa como porcelana roja, otras rugosa y pintada con vetas amarillas— que brillaba bajo la luz oblicua de la tarde. No era un rojo cualquiera: era el rojo del deseo contenido, del vestido de domingo, del vino que fermenta en la penumbra.
Al acercarla a la nariz, la manzana respiraba. Su aroma no es un golpe, sino un hilo invisible que se cuela: dulce como la promesa de un postre, fresco como el filo de una mañana de otoño. Huele a madera seca, a hierba fría, a miel filtrada por hojas. Algunas variedades —las que he encontrado en mercados de agricultores, con nombres que parecen cuentos: Spitzenberg, Hubbardston Nonesuch— tienen perfumes que cambian a cada mordida, como si llevaran dentro estaciones distintas.
No puedo hablar de manzanas sin hablar de tiempo. Hubo una era —dicen los pomólogos— en que América fue un paraíso de manzanas, con más de 17 mil variedades. Era un mosaico infinito: frutos para sidra, para pasteles, para comer con sal o con queso. Hoy quedan apenas unas migajas de esa abundancia, y en los estantes del supermercado casi todas las manzanas se parecen: bonitas, obedientes, previsibles… y tan insípidas como un saludo mecánico.
Yo prefiero las manzanas imperfectas: las que tienen una cicatriz de rama, las que huelen antes de ser vistas. Al cortarlas, busco el sonido: ese crujido breve y nítido, como un sí que se pronuncia de golpe. La pulpa, blanca o con vetas rosadas, se ofrece jugosa, casi ansiosa de ser cocinada. En compota, libera un perfume que llena la casa de infancia; al horno, se vuelve dorada y vulnerable, dejando escapar un jugo espeso que tiñe las cucharas.
He leído a poetas que han escrito: no hay lista de “favoritas” que sustituya el hallazgo de una manzana salvaje, plantada sin permiso, con un sabor que te obliga a cerrar los ojos. Quizá por eso sigo deteniéndome en cada puesto de mercado, buscando entre cajas de madera la fruta que me mire de vuelta.
Porque una manzana buena no se come: se recuerda. Se guarda en la memoria como un pequeño sol, tibio y entero, que al morderlo te devuelve a un lugar donde la cocina huele a campo, a pan reciente… y a la certeza de que lo simple puede ser lo más noble.
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