¿Qué siente un perro cuando lo abandonan?
"No la tristeza que uno ve en una película con música de piano, sino algo más hondo, silencioso y corrosivo: la incertidumbre, la desconfianza, el frío que cala en la piel y en la memoria".

Esta mañana, el café estaba demasiado amargo, como si alguien hubiera olvidado ponerle azúcar al mundo. Afuera, las gaviotas discutían con el viento sobre quién tenía derecho a posarse primero en el muelle. Y en la esquina de la calle, un perro se quedó quieto, mirando a nadie en particular. Su cuerpo pequeño parecía una sombra de lo que había sido: un cachorro con nombre, hogar y promesas de que nunca iba a ser abandonado.
Me pregunté si ese abandono no era también un espejo. Uno en el que nos reflejamos todos los días, sin quererlo: cuando dejamos de contestar un mensaje, cuando cruzamos la calle para no ver al mendigo, cuando creemos que una mascota es solo un accesorio más. ¿Qué siente un perro cuando lo abandonan? No la tristeza que uno ve en una película con música de piano, sino algo más hondo, silencioso y corrosivo: la incertidumbre, la desconfianza, el frío que cala en la piel y en la memoria.

Hay quienes dicen que los perros no sienten como los humanos. Yo no lo creo. No hablan con palabras, pero su lenguaje es más honesto que el de muchos adultos. Una mirada perdida, un cuerpo rígido, un ladrido que no llega: todo eso es un grito que no espera respuesta. Cuando un humano rompe un vínculo, piensa que basta con un “lo siento” o un mensaje que nunca enviará. Para un perro, ese quiebre es trauma puro. A veces, su resignación parece calma. Pero detrás de esa calma hay un dolor silencioso, como la espuma que el mar guarda bajo sus olas, invisible para quien camina solo por la arena.
Recuerdo a uno que una vez encontré bajo la lluvia, temblando junto a un contenedor de basura. Nadie lo buscaba. Nadie lo nombraba. Me miró y por un segundo me vi en él: despojado, confundido, esperando algo que nunca llegaría. Y me sentí culpable, aunque no hubiera hecho nada directamente. Es imposible no sentir culpa cuando reconoces la crudeza del abandono, cuando entiendes que un ser que depende de ti queda atrapado en la desolación de tu ausencia.
Hay heridas que no se curan con caricias ni con croquetas. Algunas se quedan para siempre, caminan en paralelo a sus pasos, en sus pausas, en los silencios que nadie nota. Pero también hay algo de resistencia, una chispa diminuta que aguanta, que busca un rayo de sol, una mano honesta o un tejado que no desaparezca al día siguiente. Como nosotros, los humanos, que seguimos respirando aunque el mundo nos haya dado la espalda.
El perro se levantó, sacudió la lluvia y desapareció entre las calles mojadas. Yo me quedé con el café, con el viento, con las gaviotas, y con la certeza de que esa mirada no la olvidaré. El abandono deja huellas invisibles, sí, pero también recuerda que la vida exige empatía, constancia, compromiso. Y, quizás, solo quizás, esa misma mirada me enseñó que hay que mirar, escuchar y quedarse un poco más, aunque nadie nos lo exija.
El mar seguía mudo cuando regresé a casa. Pero por un instante, me pareció que respiraba conmigo.