Catemaco, el umbral de los brujos
En el lugar de las casas quemadas, las voces de los brujos y las leyendas antiguas anuncian lo que vendrá.

Soy fotógrafo y pintor. He seguido la luz de los mares y el secreto en el color de las selvas, pero en Catemaco descubrí algo distinto: aquí la bruma no es sólo neblina, sino un velo que esconde y revela, un recordatorio de que lo visible convive con lo invisible y sólo los brujos son capaces de ver.
El pasado Primer Viernes de Marzo, los brujos de Los Tuxtlas —el Ángel Blanco, el Brujo Bronco Negro, Lilith y el Hermano Víctor— convocaron a fieles, curiosos y buscadores de respuestas. Entre sahumerios y cantos anunciaron lo que está por venir: catástrofes naturales intensificadas por el calentamiento global, el regreso del COVID con fuerza sobre los más vulnerables y transformaciones que alcanzarán al mundo y a Veracruz. “Yo hice una profecía del mar —dijo el Ángel Blanco— y se va a cumplir”.
Catemaco, cuyo nombre significa lugar de las casas quemadas, vive en la paradoja: fuego y agua, destrucción y renacimiento. Desde tiempos olmecas, este territorio ha sido morada de chamanes, curanderos y guardianes de una tradición que entreteje rezos, hierbas y símbolos con la vida cotidiana. Aquí la magia no es espectáculo, sino respiración de la tierra.
Tres leyendas
Las leyendas lo confirman. La de la cochina, mujer que se convertía en marrana hasta ser descubierta por el filo de un machete. La de los chaneques, espíritus de la selva que hacen perderse a quienes caminan sin respeto. O la de Rayo de Luna, la princesa arrebatada por un tigre real en medio de la furia del volcán San Martín. Relatos que parecen mitos, pero que en Los Tuxtlas se sienten tan cercanos como la brisa que cruza la laguna.
Al recorrer Nanciyaga o dejar que la humedad de Playa Azul me roce la piel, entiendo que en este sitio todo es anuncio, todo es profecía. La laguna respira como un pecho antiguo y guarda en su oleaje la advertencia de que lo eterno es apenas un instante.
Al caer la noche, las luces en la orilla se reflejan sobre la laguna como si fueran estrellas caídas. El aire se llena de cantos y tambores, de plegarias murmuradas que buscan abrir un camino entre el miedo y la esperanza. En Catemaco, cada sombra parece contener un secreto, cada ola lleva un mensaje, y cada fogata revive una memoria que no se deja apagar.
Quizá por eso, al despedirme, siento que la frontera entre lo tangible y lo invisible se ha vuelto más delgada. Catemaco no se deja mirar sin transformarte: quien llega como espectador se marcha como iniciado, con la certeza de que en Los Tuxtlas la magia no es un recuerdo antiguo, sino una fuerza viva que sigue escribiendo profecías en el corazón del agua y del fuego.