La patria de todos los días
Más difícil que gritar “¡Viva México!” es ser mexicano a las once de la mañana de un martes cualquiera.

La patria se viste de colores en septiembre, pero el verdadero traje nacional se arruga en lo cotidiano: cuando el semáforo cambia y nadie lo respeta, cuando la fila es un espejismo y cada quien inventa su propio turno, cuando el vecino cree que la banqueta es basurero. Ser pueblo no es sólo entonar un himno y ondear una bandera, es esa mínima disciplina de lo diario que casi nunca cumplimos.
Me pregunto si no será que nos gusta más la ceremonia que la convicción. Somos puntuales para el festejo, impuntuales para la cita común. Llegar tarde no es descuido, es una forma de resistencia, un acuerdo tácito de que el tiempo colectivo vale menos que el individual. Como si la nación fuera siempre el otro: el que espera, el que aguarda, el que desespera.
Lo mismo ocurre con la solidaridad. Somos capaces de arriesgar la vida en un terremoto, pero incapaces de ceder el paso en una esquina. Y sin embargo nos repetimos —con orgullo casi folclórico— que somos cálidos, hospitalarios, fraternos. Tal vez sea cierto, pero solo cuando la tragedia nos obliga a recordarlo. En lo cotidiano, nuestra empatía se deshace como sal en el agua.
La ley es otro ejemplo de este teatro. Admiramos su solemnidad en los discursos, pero la tratamos como si fuera un rumor molesto en la vida diaria. Una mordida aquí, un cable colgado allá, y al mismo tiempo la queja encendida porque “el gobierno no funciona”. Queremos un Estado fuerte, pero ligero; un orden firme, pero flexible. Una patria hecha a la medida de nuestra conveniencia.
Nos decimos mestizos
Lo que más me hiere es esa negación elegante del racismo. Nos decimos mestizos, iguales, hijos de la misma tierra. Pero encendemos la televisión y sabemos que no es cierto. En los chistes, en los anuncios, en la oficina, persiste esa jerarquía silenciosa que premia la piel clara y relega la morena. El país presume diversidad mientras la discrimina con una sonrisa cínica.
Y yo me pregunto, con este café en la mano que se enfría más rápido que mis certezas: ¿somos de veras un pueblo orgulloso o apenas un pueblo ensayado? La patria, lo sospecho, no está en la arenga del 15 de septiembre ni en el grito colectivo del gol, sino en esa capacidad de ser justos, puntuales, solidarios, cívicos… cuando nadie nos está mirando.
Quizá la patria no se mide en cuánto gritamos el 15, sino en lo que hacemos cuando cruzamos la calle, cuando decidimos si tiramos la basura en la esquina o buscamos un bote, cuando cedemos el asiento en el camión. La nación está ahí, en esa suma de gestos pequeños que nadie aplaude, pero que nos definen más que cualquier bandera colgada en el balcón.