Jugos detox y otras mentiras dulces
La nueva reflexión de Elías del Mar sobre los jugos detox y las promesas líquidas de bienestar: cuando la obsesión por lo “natural” se convierte en otra forma de control.

Me recosté en la mecedora del porche mientras pensaba en los benditos jugos detox y otras mentiras dulces que prometen purgar el cuerpo y la conciencia. El café tibio entre mis manos olía a sal y madera envejecida, y el viento traía consigo el rumor de las gaviotas, recordándome que la verdad rara vez necesita filtros. Desde aquí, casi podía sentir la arena bajo los pies, aunque no la tocara, y me pregunté por qué tanta gente quiere limpiarse de algo que ni siquiera sabe qué lleva dentro.
En la ciudad, la gente ha decidido purgarse con jugos verdes y promesas líquidas. Se toman fotos mientras sorben zanahoria, pepino y apio, y etiquetan cada trago como un acto de salvación personal. Yo los miro desde la orilla de mi café, con la sensación de estar frente a un espejo deformado: ¿por qué tanta gente quiere purgarse si ni siquiera sabe qué tiene adentro?
Camino despacio frente a los locales de soluciones sanas, sobre el boulevard Manuel Ávila Camacho en Boca del Río, entre los anuncios que prometen detox instantáneo y felicidad embotellada. Me acuerdo de mi abuela, que decía que la única limpieza real era barrer el polvo de la casa y de la conciencia. Y aquí estamos, atrapados en Instagram, midiéndonos con cucharadas de kale y promesas de claridad espiritual que huelen más a mercadotecnia que a verdad.
Como quien busca un tesoro
Es curioso: buscamos lo natural como quien busca un tesoro, pero olvidamos mirar lo que ya tenemos, lo que siempre estuvo. Las calles huelen a aceite y concreto; los perros callejeros saben más de supervivencia que cualquier influencer de bienestar. Y yo me pregunto si este afán por purgarse no es otra forma de control: otra manera de convencernos de que no somos suficientes, de que necesitamos filtros, jugos y rituales para existir.
Recuerdo una tarde lluviosa en la que seguí a un perro perdido durante kilómetros. Se detuvo frente a un charco y bebió agua de lluvia, sin pensar en la etiqueta de la botella ni en el contenido de su organismo. Su indiferencia me golpeó con fuerza. Tal vez en nuestra obsesión por depurarnos olvidamos lo elemental: vivir, respirar, tocar, ensuciarnos.
Confieso que a veces me tienta subirme a esta moda. Un jugo verde en la mano, una promesa de claridad en la otra, y sentir que pertenezco a algo. Pero siempre tropiezo con la contradicción: mientras busco purgarme, la vida sigue entrando sin permiso por la puerta trasera, con su polvo, su grasa y su caos dulce. Y yo sigo aquí, dudando, contemplando.
El mar seguía callado cuando regresé. El café se había enfriado, y las olas parecían más lentas, más pacientes. Pero me pareció que, por un momento, respiraba conmigo. Tal vez la verdadera limpieza no está en el jugo, ni en el apio, ni en la promesa de Instagram, sino en reconocer que estamos enteros, con nuestras manchas y nuestras dudas, y aun así seguimos caminando, entre la espuma y la orilla.