Risas a la orilla del malecón
Cada tarde, los niños convierten el paseo frente al mar en un aula donde se aprende a convivir jugando.

El sol caía sobre el malecón y el aire salado traía risas de niños mezcladas con el sonido de las olas. Ahí estaban mis hijos —Mateo, de 8 años, y Sofía, de 6— corriendo detrás de una pelota. No había juguetes caros ni planes especiales: solo el espacio abierto y las ganas de jugar. Mientras los veía, pensé en cómo estos momentos tan simples enseñan más sobre convivencia que cualquier lección formal.
Al poco rato, se unieron otros niños del vecindario. Sin conocerse, comenzaron a inventar reglas y personajes.
—¡Tú eres el guardián del mar! —gritó Mateo, y todos rieron.
Sofía compartía sus conchas con una niña más callada, mientras un perrito corría entre ellos haciendo del juego un pequeño caos divertido. Cerca, Don Carlos, un vecino que siempre pasa las tardes en el malecón, miraba sonriente, recordando seguramente sus propias aventuras de infancia.

Sin que nadie lo dijera, aprendían a turnarse, a esperar, a incluir al tímido. Cuando empezó a lloviznar, corrieron a refugiarse bajo un toldo y siguieron riendo, compartiendo historias como si se conocieran de toda la vida. No hacía falta más que eso: un poco de espacio y la disposición de jugar.
Sin manuales
En estos juegos espontáneos, los niños aprenden cosas que no están en ningún manual. Respetan, ceden, negocian, se divierten juntos. El espacio público se vuelve el gran igualador: ahí todos son parte del mismo juego, sin importar de dónde vengan o quiénes sean.
Es bonito ver cómo disfrutan el momento sin pensar si volverán a encontrarse. Aprenden que la alegría está en lo que pasa hoy, no en lo que dura para siempre. Y nosotros, los adultos, deberíamos recordarlo más seguido.
Cada tarde en el malecón se convierte en una pequeña escuela de convivencia. Basta salir, observar y dejar que los niños hagan lo que mejor saben hacer: jugar. Quizá en ese juego sin reglas redescubramos todos algo que creíamos olvidado.