VISTA

El temor de los peces

En una escollera de Boca del Río, un fotógrafo y un pescador conversan sobre la memoria del mar, los edificios que crecieron como hongos y el temor de que el concreto ahuyente hasta a los peces.

Hay días en que la cámara me pesa menos que la historia que estoy por encontrar. Salgo temprano, con la mirada afilada por la luz del Golfo, buscando esas imágenes que no solo se ven, se escuchan, y siento temor, en ocasiones.

Desde que vivo en Boca del Río, he aprendido que los paisajes aquí no se dejan fotografiar sin contar algo a cambio. Uno no encuadra un rincón sin que aparezca, de la nada, un personaje que reclama su parte en la escena.

Hoy me detuve en la escollera. Esa frontera de piedras saladas desde donde puede verse el trazo completo de la ciudad, desde el rompeolas hasta donde el mar comienza a tragarse los reflejos. Saqué la cámara y apunté. La línea de edificios al fondo parecía una colección de fichas de dominó, unas altas, otras apenas insinuadas.

Fue entonces cuando lo vi. Un hombre mayor, de piel quemada y andar silencioso. Llevaba una caña y un balde, y la costumbre de caminar esas piedras como si fueran pasillos de su casa. Se colocó a mi lado sin pedirme permiso —ni falta que hacía.

—Ahí donde enfoca —me dijo señalando el horizonte de concreto— antes no había nada. Todo eso era mar. Nomás mar y cielo.

Su voz era de esas que no se apuran. Entre una frase y otra, lanzaba el anzuelo. Lo hacía con una naturalidad que sólo da la repetición amorosa.

—Yo no he cambiado —continuó—. Sigo pescando como me enseñó mi abuelo. Con anzuelo, con paciencia, leyendo el oleaje. Esto no me da de comer todos los días, pero sí me alimenta por dentro.

Hablaba y pescaba. Uno a uno, después de horas, sacaba peces que brillaban como plata mojada.

—Tengo mis clientes —me dijo con una media sonrisa—. Uno que otro restaurante me paga bien por piezas grandes. Pero yo vengo aquí por otra cosa. A escuchar al mar, a recordar cómo era cuando no había edificios.

Volví a mirar la ciudad al fondo. La fotografía había cambiado: ya no era un paisaje urbano con mar, sino un mar con cicatrices de concreto.

—A veces pienso que cuando me muera —añadió, mirando fijo hacia la línea de edificios—, desde donde me toque ver esto, va a haber todavía más torres. Muchos más edificios. Y eso no le va a gustar a los peces. No se van a querer arrimar ni aquí, donde aún se respira tranquilidad.

Y entonces comprendí que el disparo de mi cámara no debía congelar la imagen de los edificios, sino la de ese hombre lanzando el anzuelo contra el olvido. Porque mientras él siga viniendo, mientras sus peces sigan llegando, este pedazo de Boca del Río seguirá siendo más mar que ciudad.

El calor que nos cambia

Lolo Álvarez

Fotógrafo y pintor. Apasionado de los paisajes marinos y sus cercanías.

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button