VISTA

Imitar a los seres del mar

En el Club de Yates de Veracruz, un hombre revela al fotógrafo el secreto para navegar con respeto: dejar de dominar y aprender a pertenecer.

Esa mañana el cielo era una pintura sin terminar. Las nubes grises pendían del horizonte como pinceladas en pausa, y la luz —esa luz tibia y casi de porcelana del amanecer en Veracruz Puerto— descansaba sobre los cascos brillantes de las embarcaciones. Me encontraba, como tantas veces desde que vivo aquí, al acecho de un instante perfecto. Con la cámara en mano, me detuve frente a un conjunto de veleros multicascos y una pequeña embarcación de vela, flotando con la precisión de una escultura sobre la calma espejo del agua de mar.

El Club de Yates de Veracruz es un sitio donde el silencio es distinto. No es ausencia de sonido, es contención. Como si el mar, los botes y el viento se guardaran palabras para los oídos correctos. Yo, desde hace meses, intento escucharlas con el lente y con el carboncillo. Cada línea de los cascos, cada sombra reflejada en el agua, me habla de algo más antiguo que la técnica: una especie de inteligencia acuática.

Mientras componía el encuadre con los catamaranes perfectamente alineados sobre la plataforma flotante, apareció un hombre. Alto, de complexión atlética, vestido con una camiseta ajustada y sandalias marinas. Tenía el andar de quien ha caminado sobre cubiertas inestables toda su vida. No me miró directamente, sino que se quedó observando los botes conmigo.

—Es hermosa, ¿verdad? —dijo, refiriéndose a la escena frente a nosotros.

Asentí, sin bajar la cámara. Él continuó:

—A veces pienso que los barcos, todos, desde los más grandes hasta los pequeños como estos, no son invención humana… Son copias. Imágenes imperfectas de los cuerpos que ya habitan el mar.

Lo miré. Su voz no era la de un aficionado. Era la de un hombre que ha navegado más horas de las que ha dormido.

—Fíjate en las líneas —me dijo, señalando con el dedo índice la forma de los flotadores—. Son cuerpos de peces. Fíjate en las velas, cuando las levantan… parecen aletas. Y los cascos… ¿no te recuerdan a los delfines? Todo lo que flota, si lo hace bien, imita.

Me quedé en silencio. Aquella mañana yo buscaba simetría, pero él me ofrecía sentido. Bajé la cámara.

Pero hay una trampa —continuó—. Que el cuerpo imite no significa que el alma comprenda. Puedes construir el mejor barco del mundo, usar la mejor tecnología, los materiales más ligeros y resistentes… y aún así, naufragar el primer día. Porque para navegar no basta con tener un buen bote. Hay que tener respeto. El mar no se deja domar. Hay que escucharlo, igual que a los animales que lo habitan. Hay que aprender sus ritmos, sus pausas. Hay que volverse parte de él.

Guardó silencio unos segundos, como si su voz se hubiera ido con la brisa marina. Luego agregó:

Por eso el mar transforma. No solo el cuerpo, también el alma. Te obliga a cambiar de actitud. A dejar de imponerte y empezar a fluir. A esperar. A confiar.

Yo asentí. Lo entendía. Como pintor, siempre he buscado líneas que fluyan con naturalidad. Como fotógrafo, he aprendido que no todo se puede controlar. Que la belleza es un momento y no una fórmula.

—Eso es lo que más me gusta del mar —dijo finalmente, dándome una palmada ligera en el hombro antes de alejarse sin decir adiós—. Que te exige volverte un ser distinto. Un ser de mar.

Me quedé solo, pero no vacío. Frente a mí, los botes seguían flotando, suspendidos en esa calma casi mística. Tomé la fotografía. No para capturar el instante, sino para recordarme a mí mismo que la perfección de lo que flota no está en sus formas… sino en su fondo.

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Lolo Álvarez

Fotógrafo y pintor. Apasionado de los paisajes marinos y sus cercanías.

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