Cuando el Papaloapan me habló
En Tlacotalpan, mientras la luz acaricia el río y el tiempo se detiene, el agua murmura historias antiguas —de caballos perdidos, hombres de hierro y un paisaje que nunca olvida.

Estaba en Tlacotalpan, con el sol atravesando las nubes como cuchillo. La luz caía oblicua sobre las fachadas coloniales y el río, ese viejo lomo oscuro que serpentea al borde de la ciudad, se movía apenas, como si respirara. Acababa de tomar una fotografía —una de esas que no se buscan, pero te encuentran— cuando el Papaloapan me habló. No con palabras, claro, sino con ese murmullo que se cuela entre los matorrales de sus orillas, con la voz húmeda de sus remolinos y el reflejo tembloroso de las nubes rotas.
Me dijo, sin decir, que una vez vio llegar a los hombres de hierro. Venían por agua, por tierra. El río los sintió antes de verlos, como quien presiente una tormenta. Llegaban en carabelas hinchadas de viento y codicia, abriendo brecha entre caimanes y garzas, resquebrajando la paz verde del trópico con sus lenguas de fuego y ruido.
“Los vi sudar,” me dijo el Papaloapan. “Y no por calor, sino por miedo. Porque este paisaje los miraba de regreso, mudo pero consciente. Porque cada palma, cada raíz y cada insecto los observaba como si supiera que no pertenecían.”
Me habló de los caballos —animales nobles, desconcertados—, que olían la humedad y temblaban. Deseaban beber, sí, pero también fundirse con la corriente, perderse entre lirios y juncos. Me habló de una noche en que uno de ellos, blanco como la espuma, se lanzó al agua enloquecido, y lo recibió sin juicio ni castigo. Desde entonces, dice el río, hay una espuma que flota cada mañana, como si el caballo aún galopara bajo su superficie.
No sé si fue el calor, la soledad, o esa fiebre lenta que uno siente al estar demasiado tiempo frente al agua, pero juro que el Papaloapan me susurró esa historia. Y la creo. O tal vez solo quería que la contara. Como testigo que ha visto más de lo que puede callar.