VISTA

“Yo estudié aquí hace 80 años”

Una fotografía bajo el sol del trópico se convierte en una revelación que se resiste a quedar en el olvido.

No puedo olvidar la frase: “Yo estudié aquí hace 80 años”. No sé si fue el calor, la humedad, o esa especie de niebla invisible que de pronto parece filtrarse entre los colores coloniales de Tlacotalpan. Eran las once de la mañana y ya el salitre se me colaba por la ropa, pegándome el pantalón a las piernas como si el mar mismo quisiera sujetarme. Estaba a punto de regresar al hotel a buscar sombra y una cerveza helada, cuando la vi: una escuela con la apariencia de una gran casa de época, pintada en un azul vibrante que contrastaba con los cielos blancos de nubes de algodón.

La arquitectura era sobria pero detallada: ventanas en arco con herrería blanca, columnas adosadas con remates sencillos, una balaustrada que rodeaba la propiedad y un zócalo en azul más intenso a juego con el portón. Todo el perímetro estaba custodiado por una reja corta, también azul con barrotes blancos, que evocaba más una casa de veraneo que una institución educativa. El único pero eran los cables: hilos eléctricos atravesando la vista como telarañas modernas, amarrados a un poste en la esquina junto a una palma que se alzaba como faro vegetal de otro tiempo.

Le apunté con mi cámara. La luz era dura, pero perfecta para lo que buscaba. Me moví un par de pasos, buscando el ángulo exacto. Y entonces escuché el chirrido leve de una reja. Me volví.

De entre la sombra del zaguán salió una viejita. Muy bajita, encorvada, con una trenza cana que le colgaba hasta la cintura. Tenía unos lentes enormes, de fondo de botella, que le agrandaban los ojos al punto de parecer dos lunas viejas.

—Usted sabe que esto es una primaria —me dijo con una voz temblorosa, pero firme.

Le di las gracias por la información, sin bajar la cámara. Era común que alguien del lugar se acercara a hablarme cuando sacaba la cámara. A veces me contaban historias de piratas, de ciclones, de santos que lloran o de amores perdidos en las crecientes del río. Pero esta vez hubo algo distinto.

—Aquí estudié hace ochenta años —continuó la viejita—. El primer día que entré, no volví a salir. Esta ha sido siempre mi escuela.

Me volví hacia ella, intrigado. Le pregunté si vivía cerca, si era parte del personal.

—No, joven. Yo vivo aquí. Siempre he vivido aquí. Desde que entré de niña. Me quedé a cuidar el edificio. Esa ha sido mi vida. Lo vigilo, lo barro, le hablo. Aunque ya no se ve tan bonito como antes, con tantos cables colgados, postes nuevos, cajas de luz que vienen y le ponen… le han ido quitando su rostro, pero yo no dejo que se olvide.

Asentí, le sonreí. No quise incomodarla más. Le agradecí de nuevo y la vi regresar al interior, lenta pero segura. Me quedé unos minutos más fotografiando los detalles: el color azul pastel de los muros, la armonía de las ventanas en serie, la geometría inalterada por los años.

Antes de irme, por impulso, caminé hasta la reja y toqué el timbre.

Salió una mujer joven, con una niña de la mano. Ambas sudaban por el calor, y en sus rostros había una mezcla de rutina y curiosidad.

—¿Qué se le ofrece, señor?

—Disculpe, sólo quería preguntarle… la señora mayor que vive aquí, la que me contó que estudió en esta escuela hace ochenta años, ¿podría decirme su nombre?

La mujer frunció el ceño.

—Aquí no vive ninguna señora mayor. Yo soy la conserje. Trabajo aquí desde hace cinco años. Y esta es mi hija —dijo, mirándome con extrañeza.

Bajé la mirada hacia la niña. Me miraba con una sonrisa… pero era una sonrisa torcida, antinatural. Una mueca que se dibujaba con una seguridad escalofriante. Fue entonces que algo se me heló en la espalda, a pesar del calor. Esa sonrisa no era de una niña. Era la misma sensación que me había invadido cuando vi a la viejita desaparecer por la misma puerta.

Me alejé en silencio. Caminé bajo el sol a plomo, con la cámara colgada del cuello y la mente ocupada por una sola imagen: la silueta encorvada de la mujer que nunca se fue de la primaria.

Y mientras me secaba el sudor, su voz volvía una y otra vez: “Aquí me quedé. Desde el primer día. Esta es mi escuela.”

Quizás no fue del todo real. Quizás fue el calor. O quizás, en este rincón de Tlacotalpan, algunas historias no se dejan fotografiar del todo… solo se insinúan.

El día que el mar levantó una cruz

Lolo Álvarez

Fotógrafo y pintor. Apasionado de los paisajes marinos y sus cercanías.

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