El barrilete que se comió el mar de Veracruz
Cuando era niño solía ir a volar un barrilete a Playa Santa Ana, a unos metros del Foro Boca, y verlo en las alturas me hacía pensar en lo que sería de adulto.

Desde esta misma vista, que hoy se siente lejana y azul como un recuerdo dormido, puedo verme de niño corriendo sobre el malecón de Playa Santa Ana, en Boca del Río. El sol reventaba en la cresta de las olas y el viento del Golfo de México era mi aliado más fiel. Sostenía con ambas manos el hilo de mi barrilete —un triángulo simple con cola de trapo— y lo veía bailar alto, como si no tuviera más propósito que dejarse llevar.
Allá, en el horizonte, los barcos mercantes parecían juguetes inmóviles flotando en un mar de luz. Me quedaba viéndolos largamente, imaginando que algún día sería marinero. A veces pensaba en los cadetes de la Escuela Naval, allá en Antón Lizardo, tan cerca y tan inalcanzables. Me los imaginaba formados, con sus uniformes blancos brillando bajo el sol, saludando al mástil mientras yo apenas podía atar bien los nudos de mi barrilete.
Pero cuando el viento cambiaba, cuando el barrilete se ladeaba y giraba sin rumbo, yo también cambiaba de idea. Me decía: “No seré ni marinero ni cadete, haré lo que hace mi barrilete: dejarme llevar”. Y así volaba yo también, sin brújula, por entre las nubes de mi infancia.
Ese barrilete allá arriba no es solo un pedazo de papel al viento. Es la memoria flotando, es el niño que aún mira el mar con los mismos sueños abiertos como velas al viento.
Y regresé
Hoy, ya con los años anudados en la espalda, volví a Playa Santa Ana. No traía barrilete, pero sí el recuerdo intacto de aquel que solía volar cuando era niño, justo en esta misma orilla, cuando el mar me parecía inmenso y el cielo no tenía fin. La palmera solitaria sigue ahí, doblando apenas su silueta al viento, como si también recordara. El mismo sol, ahora menos abrasador, se refleja en las olas como entonces, aunque yo ya no corro. Camino. Observo. Escucho.
Me senté frente al mar, en uno de esos viejos bloques de concreto que no han cambiado con el tiempo. A lo lejos, los barcos mercantes siguen su ruta, lentos y pesados, como si nunca se hubieran detenido desde que los veía de niño. Y por un momento, volví a ser ese niño que imaginaba que iba a ser marinero, o cadete de la Escuela Naval, allá en Antón Lizardo, a unos kilómetros al sur. Me sonreí a mí mismo, al pensar que tampoco fui ninguna de esas cosas.
Nunca aprendí a navegar ni a marchar, pero sí a dejarme llevar. Porque, al final, terminé haciendo exactamente lo que hacía mi barrilete: seguir el viento, sin plan, sin miedo. De ciudad en ciudad, de historia en historia, fui dejando que la vida me llevara por su cielo ancho.
Hoy miré el cielo y me pareció ver otro barrilete danzando allá arriba. Tal vez no era real. Tal vez era el mío, el de entonces, que nunca bajó. Tal vez sigue volando, como yo.