El Oxxo, mi refugio espiritual
En esta ocasión, Elías del Mar escribe sobre esta tienda de conveniencia como el nuevo templo urbano: un espacio donde la soledad se disfraza de rutina, y la fe se paga en caja con tarjeta.


A las cinco de la mañana, el Oxxo de la esquina ya está encendido como un faro postmoderno. Mientras el mar todavía duerme con su aliento salado sobre la costa, esa caja de luz blanca y roja ya expende café, redención y recalentados. Hay algo casi sagrado en el ritual del primer cliente, ese que entra en chanclas a comprar cigarros y silencio. Lo he visto. No saluda, no pide nada. Solo asiente, como si estuviera entrando a una iglesia donde Dios es un cajero con ojeras y salario mínimo.
En otro tiempo, la gente iba al parque a perder el tiempo y encontrar conversación o al malecón. Hoy entra al Oxxo a fingir que tiene prisa. A buscar algo que no necesita, pero que al menos está en promoción. Me he descubierto a mí mismo recorriendo los pasillos como quien busca una señal. ¿Un pan dulce? ¿Un encendedor? ¿Un sentido? No lo sé. Ya no buscamos sentido, buscamos dos por uno en cervezas.
El Oxxo ha desplazado al zócalo como centro de gravedad emocional. Hoy se espía el rostro del otro en el reflejo de la puerta refrigerada. Hay quien va solo a ver gente. Otros, a no ver a nadie. A veces me cruzo con adolescentes que se ríen fuerte para sentirse vivos. O con ancianos que sostienen una Coca-Cola como quien aprieta un rosario. La tiendita murió de un infarto bancario, el bar se volvió ruido caro, y el confesionario se mudó al WhatsApp. El Oxxo quedó como último refugio. Un purgatorio con clima artificial.

He pensado que si el Apocalipsis llegara un martes cualquiera, yo lo recibiría aquí, entre botellas de Bonafont y pilas AAA. Con los neones parpadeando como estrellas mal calibradas y el “¿va a querer su ticket?” como última pregunta existencial. Hay algo profundamente triste, pero también hermoso, en esa banalidad compartida. En saberse parte de una liturgia involuntaria: todos somos fieles del combo hot dog + café.
Y sin embargo, confieso que hay mañanas en las que el Oxxo me salva. Me recibe sin juicio. Me vende un chocolate frío cuando siento que todo arde. Me permite desaparecer por tres minutos entre góndolas de plástico. A veces pienso que es lo más cercano que tengo a una rutina espiritual. Y a veces también que eso debería darme miedo.
Hoy, al salir, noté que el mar ya había despertado. Ondulaba con pereza, como si también hubiera comprado algo en la tienda: una calma, una tregua, una excusa para seguir. El Oxxo quedó atrás, encendido como siempre. Como quien, a falta de fe, ofrece horario 24 horas.