El calor que nos cambia
Elías del Mar, en su colaboración para Desde la orilla en Riviera Veracruz Magazine, explora cómo el bochorno del puerto derrite no solo los cuerpos, sino también las certezas. Una reflexión sobre el mal humor, la fragilidad... y la solidaridad espontánea en las calles.

Esta mañana amanecí pegado a las sábanas. No por amor, ni por flojera, sino por humedad. El calor, ese huésped antiguo del Puerto, había pasado la noche encima de mí. No pide permiso, no se va con el ventilador, no entiende de horarios. Aquí el calor no es un clima: es una forma de estar en el mundo.
Uno cree que se acostumbra, pero no. Solo aprende a sudar sin quejarse. Caminar por el Puerto a mediodía es una experiencia mística: los zapatos se derriten, los pensamientos se ablandan, y el aire huele a salitre viejo, a ropa secándose al sol, a cuerpos que ya se rindieron. Te cruzas con gente que, como tú, ha dejado de sonreír porque mover los labios da calor.
En el Puerto uno suda incluso los pensamientos.
Y eso también cansa.
El calor te cambia. Te vuelve lento, irritable, existencialista. No es casual que aquí la paciencia se mida en grados Celsius. Tampoco lo es que el deseo se evapore tan pronto como aparece. Uno puede enamorarse en el malecón y desenamorarse tres esquinas después, porque la brisa se acabó y ahora todo es sudor y confusión.
El otro día vi a una pareja discutir en la parada del Costero. No era por celos ni por deudas, era por el calor. Lo dijeron sin decirlo. Ella se abanicaba con una cartulina doblada, él se quitaba el sudor con resignación. “Ya cállate, por favor”, dijo ella. “Es el calor”, respondió él. Y ambos callaron, derrotados por un enemigo que no se ve, pero se siente.
Y sin embargo, el calor también nos junta.
He visto cómo, en las calles de Boca del Río, cuando el aire no corre y las casas se vuelven hornos, los vecinos sacan sus poltronas a la banqueta: abuelos, comadres, niños con helado, amigos con cervezas tibias. Conversan, se abanican, se hacen compañía. El calor los empuja hacia afuera, hacia los otros, como si el sudor también derritiera las fronteras entre extraños. Hay algo profundamente solidario en ese gesto: sudar juntos, como quien reza o resiste.
A veces pienso que el calor es lo que más une a los veracruzanos. Porque aquí nadie se salva. Ni el rico con minisplit, ni el turista ingenuo. Todos terminamos jadeando en la sombra. Es el gran igualador. La gran incomodidad compartida.
Y sin embargo, seguimos aquí. Nos reímos, bailamos, hacemos fila para las picadas. Sudamos, sí. Pero también sobrevivimos. Con hielo en el vaso, con una broma en la boca, con una especie de resistencia invisible que nadie enseña, pero todos practican.
Cuando cayó la tarde, el viento sopló apenas un poco. Me detuve. Sentí la brisa en la nuca y pensé: esto también es un milagro. Pequeño, insignificante, pero suficiente.
Hasta que mañana vuelva el calor.
Y con él, mi paciencia. O su ausencia.