
Fue así como conocí —sin conocerlo nunca— a Ricardo Fontes Acosta, el nombre que corona el viejo letrero oxidado del muelle donde cada madrugada parten los hombres del mar. “Muelle Ricardo Fontes A.” dice el cartel, con una gaviota vigilando como guardiana perpetua. Pero todos aquí lo llaman de otra manera: el Muro de los Pescadores, como si la fraternidad pesquera necesitara un nombre más humano que el de cualquier autoridad.
De Fontes se sabe poco y nada: que quizá fue pescador, quizá líder de la comunidad, quizá maestro de estrellas en la Escuela Náutica. Lo cierto es que no hay archivos que cuenten su vida. Así que me atrevo a imaginarlo: un hombre de bigote húmedo de salitre, piel de bronce forjada por nortes y mediodías, mirada fija en el horizonte.
En mis fotografías, donde las lanchas blancas se mecen cargadas de redes, juro ver su sombra caminar entre los pescadores, revisando anzuelos, ajustando motores, dando ánimos. Fontes se vuelve, entonces, una figura de fraternidad: no importa si existe o existió, porque cada risa, cada albur y cada lágrima en este muelle lleva su apellido.
En 2022 se decía que de aquí salían más de 150 pescadores cada madrugada, como si partiera al mar un pueblo entero sobre lanchas. Hoy son muchos menos. La pesca mengua, las generaciones cambian y la mar —antes madre generosa— se vuelve más terca y avara. El bullicio persiste, pero con menos voces; los motores aún rugen, pero ya no todos los días. Y sin embargo, la memoria de Fontes parece sostenerlos, como un capitán invisible que insiste en no abandonar su tripulación.

Desde 1900
El muelle que lleva su nombre nació como obra portuaria en 1900. Se alargó al mar como un brazo de piedra, separando antepuerto y atraque, pero pronto se llenó de humanidad. Aquí la rutina es rito: al alba, cuando el ruido de motores despierta antes que el sol, los hombres se encomiendan a fuerzas invisibles y se lanzan al mar. Y cuando vuelven —con la red vacía o rebosante— lo hacen con la misma mezcla de cansancio y alegría que define a los hijos de la mar.
No importa que las lanchas se hundan en un temporal ni que la pesca a veces no alcance para llenar las cubetas. El muelle nunca está vacío: siempre hay voces, martillazos, bromas, historias de peces que escaparon y nortes que casi los tumban. Ese bullicio es también la biografía de Ricardo Fontes.
Cuando encuadro el letrero que anuncia “Muelle Ricardo Fontes A.” y lo congelo en sepia, siento que no retrato un nombre, sino un mito. Y si un mito es verdad o mentira, poco me importa: lo que queda es la certeza de que Veracruz honra a los suyos aunque se les pierda la memoria en los papeles.
Yo, Lolo Álvarez, fotógrafo de mares y cercanías, escribo estas líneas para dejar constancia de mi hallazgo: Ricardo Fontes existe en cada ola que golpea el Muro de los Pescadores, en cada gaviota que se posa sobre el letrero, en cada hombre que regresa con la red llena o vacía pero el corazón lleno de fraternidad. Su biografía no está en los archivos: está en el agua, en la sal y en la risa de quienes siguen partiendo cada madrugada desde su muelle.