El Sotavento en un plato: arroz a la tumbada
De la improvisación en una faena pesquera al orgullo gastronómico de Alvarado, el arroz a la tumbada cuenta su propia historia.

Hay platillos que son recetas, y otros que son memoria. El arroz a la tumbada, nacido en Alvarado (Sotavento), es ambas cosas: una receta que se improvisa con la frescura de la pesca del día, pero también una memoria colectiva que guarda en su caldo historias de marineros, de rutas ultramarinas y de cocineros accidentales que inventaron, sin proponérselo, uno de los orgullos de la cocina veracruzana.
Me lo contaron dos pescadores retirados, sentados frente a la laguna de Alvarado. Ellos ya no salen a faenar, pero todavía huelen a sal y a leña, todavía miran el horizonte como quien calcula mareas. Entre una anécdota y otra, me hablaron de aquel joven tripulante que, en una jornada de pesca, tuvo que cocinar para la tripulación en una lata de manteca vacía. Sin saberlo, tumbó —es decir, arrojó al azar, sin mucho cálculo— arroz y mariscos frescos al caldo, removiéndolos con un palo cortado del manglar. El resultado fue tan inesperado como portentoso: un arroz caldoso, profundo y sustancioso, que desde entonces se conoce como arroz a la tumbada.
La historia, claro, tiene variantes. Unos dicen que el nombre proviene de “tumbar” el arroz del fogón al plato, otros que es por la prisa, por la improvisación. Lo cierto es que el arroz a la tumbada no nació en la exactitud de las cocinas cortesanas, sino en el azar de la faena, donde el hambre apremia más que el refinamiento.
El viaje histórico
Pero detrás de la anécdota marinera se esconde un largo viaje histórico. En la región del Sotavento, donde confluyen el mar, los ríos Papaloapan y Blanco, y la laguna de Alvarado, llegaron siglos atrás productos de ultramar que dialogaron con lo local: aceite de oliva, aceitunas, almendras, especias. El arroz mismo es un extranjero aclimatado que, en contacto con camarones, jaibas, pulpo y epazote, encontró un hogar en estas costas.
Como crítico gastronómico, uno no puede dejar de advertir en este platillo la huella del mestizaje culinario: un eco lejano de la paella valenciana, el asopado caribeño o el arroz caldoso africano traído por los portugueses; pero aquí transformado en caldo veracruzano, perfumado con chile chipotle y cilantro, con esa sazón alegre y desparpajada que distingue al Alvarado popular.
Lo fascinante del arroz a la tumbada es que no pretende ser elegante: es un guiso de cuadrilla, de tripulación, de familias que se reúnen alrededor de una cazuela humeante. Su carácter líquido lo hace compartir mesa con las cervezas frías —introducidas apenas en el siglo XIX— y con la música de son jarocho que siempre parece estar cerca. Comerlo es, en realidad, beberse un paisaje: la sal del mar, la dulzura de la laguna, la intensidad de los ríos que desembocan en la cuenca.
Tierra de encuentros y despedidas
El Sotavento, “donde el viento se va”, es tierra de encuentros y despedidas. Y el arroz a la tumbada es quizá su mejor metáfora: un platillo que nunca se prepara igual dos veces, que depende del azar de la pesca y del humor del cocinero, pero que siempre sabe a comunidad, a improvisación feliz.
Hoy, cuando lo sirven en restaurantes de mantel largo, con recetas afinadas y medidas exactas, conviene recordar que nació de la casualidad y del hambre, de la leña encendida a media faena. Conviene, sobre todo, comerlo en Alvarado, mirando la laguna al atardecer, y escuchar a los viejos pescadores que, entre sorbo y sorbo de torito, aún cuentan cómo un platillo improvisado se tumbó de la historia para instalarse en la tradición.
El arroz a la tumbada no es solo comida: es crónica líquida de un pueblo anfibio, un plato que guarda en cada grano de arroz la memoria del Sotavento y la alegría de quienes, incluso frente al mar incierto, saben improvisar un festín.
Don Juan Delgado, medio siglo de pesca, familia y tormentas en La Mandinga