
Lo vi desde lejos, recortado contra la superficie plateada del río Jamapa, como una pincelada viva entre los reflejos del agua. El sol aún no alcanzaba su cenit, pero ya había claridad suficiente para capturar el momento. No quise interrumpirlo. Levanté mi cámara y esperé a que el silencio del obturador imitara la calma de su paso. La embarcación azul que flotaba bajo sus pies parecía detenida en el tiempo. Llevaba pintado con letras blancas un nombre que se clavó en mi memoria: La Mariana.
Más tarde, ya en tierra, tuve el privilegio de hablar con don Pedro. Su voz arrullaba, como si viniera envuelta en la brisa del río. Me explicó que no usan motor. “No espantamos a los mejores ejemplares con el ruido”, me dijo con la sabiduría de los hombres que saben leer las mareas mejor que los periódicos. “Remamos suavecito, con ritmo. Como si la pala fuera un tamborcito que llama a los peces”.
Le brillaban los ojos, no de nostalgia, sino de certeza. Me habló de generaciones que han remado así, por la bocabarra, entre la unión del río Jamapa y el Golfo de México. “Antes los peces se dejaban venir más fácil, ahora se espantan porque el ruido del tráfico, en el puente, desde la Riviera hasta el Puerto retumba hasta aquí… pero nosotros seguimos. Sin motor. Con remo, con paciencia. Con fe.”
Le pregunté por el nombre de su lancha.
“La Mariana, por mi hija”, me dijo, y bajó la mirada al agua. “Se me ahogó aquí, hace años. Cada vez que salgo a pescar, siento que ella va conmigo, que me guía. Es como si la corriente me la devolviera por ratitos.”
Me quedé sin palabras. Pensé en los cuadros marinos que pinto, en mis intentos por atrapar el alma del agua con pinceles. Y entendí que hay imágenes que no se pueden pintar ni fotografiar del todo. Solo se pueden vivir, escuchar en la voz de quienes conocen el río como un hijo conoce a su madre.
Don Pedro pesca para comer, sí, y para vender. Pero también pesca por algo más antiguo, más profundo. “Pescamos porque así vivimos, Lolo. Porque así somos.” Y en su mirada había algo que no era tristeza, ni resignación. Era paz. La misma que tiene el río cuando se entrega al mar.
Vi en él un pasaje bíblico, una estampa que evocaba a Jesús multiplicando panes y peces. No por milagro, sino por esa generosidad tan veracruzana que no necesita testigos, solo río, remo y recuerdo.
Así lo vi, así lo escuché.
Y así lo comparto.