VISTA

Casi son novios

Hoy hemos integrado al staff de redactores a Elías del Mar, un hombre que nos hablará desde un punto íntimo sobre detalles de la vida cotidiana. La columna se llama Desde la Orilla. Esperemos que les guste.

Esta tarde la humedad se pegaba al cuerpo como una manta tibia que nadie pidió. El calor se acumulaba en las esquinas, en las ventanas, en las plantas que ya no sabían si seguir verdes o rendirse. Adentro de casa, al aire había que despertarlo con ventiladores. Mi hija llevaba varios días —quizás semanas— rechazando las invitaciones de sus amigos del vecindario. El calor la agobiaba, decía. Les agradecía la invitación, pero no salía.

Hoy vinieron como siempre. Se escucharon las risas, los pasos desordenados en la banqueta, el grito breve que siempre antecede la pregunta: “¿Sales a jugar?” Yo pensé que haría lo mismo de todos los días: dar las gracias, cerrar la puerta. Pero esta vez no. Esta vez gritó:
—¡Papá, ¿puedo salir a jugar?!
—Sí, por supuesto —le respondí—. De hecho, te lo pido. Tiene mucho que no sales a jugar.

Cerró la puerta de golpe y gritó. Pero no un grito de susto, sino de esos que parecen más un salto al vacío. Gritó, brincó, y en su cara vi algo nuevo. Una luz distinta. Nos miró a su madre y a mí, y dijo emocionada:
—¡Rodrigo casi es novio de Sara!

No supe qué decir. Sonreí, creo. Pero por dentro me ocurrió algo. Como si de pronto hubiera cruzado un umbral invisible. Sentí un temblor muy hondo, de esos que no tienen nombre. No por lo que dijo, sino porque entendí que ya no estaba tan lejos de vivir una experiencia similar a la que me contaba. Mi hija. Mi niña. La que aún duerme abrazada a sus peluches. La que sigue pidiéndome cuentos antes de dormir. La que, en cualquier momento, tendrá también su primer “casi novio”.

Y lo confieso: me asusté.

No porque crea que el amor sea algo malo, sino porque sé bien cuánto puede confundir. Porque sé que el primer noviazgo suele ser una batalla sin escudos, no porque sea definitivo, porque es la primera vez que pisas ese terreno. En ese momento pensé que no sabría cómo protegerla, como hablar con ella cuando la vea triste o muy, pero muy contenta. No sabré cómo decirle que el primer noviazgo es un experimento con nubes. Se evapora cuando otro sol llega.

Pero también me sorprendí de lo que ha crecido. De su manera de emocionarse, de hablar, de mirar. Y una vez que se me bajó el miedo, me subió otra cosa: un orgullo silencioso, un respeto profundo. Por ella. Por lo que ya es. Por lo que apenas comienza a ser.

Desde esta orilla —la mía— solo me queda mirar. Estar. Ser un faro, si acaso. Uno que busca guiar, pero con toda seguridad alumbra.

El cielo, mientras tanto, comenzó a nublarse. O tal vez solo era el calor acumulado, queriendo volverse tormenta. Afuera, en la calle, ella corría. Gritaba. Reía.

Y yo, desde la sombra, respiraba hondo. Como quien aprende a soltar, sin dejar de amar.

La carta que le escribo a mamá todos los días

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button