El Típico de Mandinga, herencia gastronómica inalterable
Una entrevista con Marisela y Ana Laura Ramírez Rosete, las mujeres detrás de El Típico.

Me bastó cruzar el umbral de El Típico de Mandinga para que el aire tibio y salobre de la laguna me anunciara que estaba a punto de entrar en otro tiempo. Un tiempo de fogones antiguos, de manos que saben medir la sal con el corazón, de cucharones que no entienden de gramos, pero sí de intuición. Un tiempo que huele a hoja de acuyo, a coco recién partido, a marisco chispeante al fuego. Y ahí estaban ellas: Marisela y Ana Laura Ramírez Rosete, hermanas, herederas de una dinastía silenciosa que ha sabido conservar el alma del pueblo de La Mandinga en cada plato servido.




Marisela, de blusa blanca y voz serena, es raíz. Desde niña ha vivido entre redes, cazuelas y olor a mar; aprendió el oficio a la vieja usanza, viendo, oliendo, probando. Ana Laura, de mirada decidida y blusa morada bordada de girasoles, es el fuego: se fue del pueblo por un tiempo, estudió pedagogía, trabajó en otras cosas, pero volvió con la determinación de perpetuar el sabor de sus abuelas. Juntas dirigen con temple y cariño este restaurante que, más que negocio, es una extensión del hogar y un bastión de la gastronomía popular veracruzana.




El Típico no nació con grandeza, sino con humildad: una palapa, cuatro mesas, una estufa y la convicción de alimentar bien. Hoy tiene 46 mesas y puede recibir a más de 270 comensales en sus días fuertes, pero su esencia sigue intacta. Aquí no hay pretensión, hay generosidad: porciones abundantes, productos fresquísimos, sazón aprendido en la infancia y afinado con los años. Todo se cuece con respeto a la tierra, al mar y a la memoria. Nada se improvisa. Todo se recuerda.
El corazón en el plato
Si algo distingue a este rincón veracruzano es su cocina hecha a mano. La carta es una ofrenda al paladar costero, pero también una lección de historia oral. El platillo estrella es la Mojarra La Mandinga, servida con camarón, pulpo y jaiba, todo bañado en un enchilpayado que lleva chilpaya —el chile típico y bravío del pueblo—, preparado según receta familiar. El chilpaya aquí no es sólo picor, es identidad, es linaje, es escudo.
Ana Laura se emociona al hablar de los ostiones Rockefeller, gratinados con mantequilla, ajo y queso, su platillo favorito por lo elegante y lo provocador. Marisela, en cambio, defiende los sabores simples: ostiones naturales, recién abiertos; tortitas de mariscos, doradas con paciencia; camarones al coco, rebozados con ralladura fresca y fritos hasta quedar crujientes. Ambas coinciden en que el pescado empapelado en salsa de acuyo es una joya local. Aquí la hoja santa no es adorno, es fundamento: se muele con tomate, cebolla, chile y secretos hasta lograr una salsa espesa, verde y fragante, capaz de elevar cualquier pescado blanco.
Pero El Típico no se detiene en lo típico. Sirve hueva de naca, ese pez minúsculo que los alvaradeños conocen como manjar secreto; hueva de lisa, camarones, caracol caribeño de Campeche y langosta de la costa sur. Hay aguas frescas de limón, jamaica y naranja; micheladas con ostión al fondo; cocos rellenos de mariscos con gratín; y hasta tortitas de huevo de un centímetro y medio de grosor, fritas lentamente hasta quedar crocantes por fuera, tiernas por dentro, como si fueran hechas por una abuela para consentirnos.


Cocina que sostiene a un pueblo
Detrás de cada plato hay una red de manos que sostienen a La Mandinga y sus alrededores. El pescado llega de los pescadores locales, quienes faenan desde la madrugada en la laguna. Otros ingredientes se traen desde Alvarado o el Puerto de Veracruz. Pero no sólo alimentan con comida: El Típico da trabajo a más de 30 personas, entre cocineras, meseros, ayudantes. Muchas de ellas llevan años aquí. Algunas aprendieron a cocinar bajo la tutela de Marisela. Aquí se forma gente, se tejen lealtades.

Y extiende su generosidad a los músicos, artesanos, dulceros y vendedores de antojitos que merodean el restaurante. No les cobra por vender. Les da espacio. “El que quiera trabajar, bienvenido sea”, dice Ana Laura. Ahí están los grupos soneros de Alvarado, tocando “La Bruja” o “El Butaquito” entre las mesas; los dulceros con su leche quemada y rollitos de guayaba; las señoras con plátanos rellenos de queso o frijol; los lancheros que ofrecen recorridos a la Laguna Grande o a la Isla de las Conchitas, partiendo justo desde el embarcadero que da al restaurante.

Y en junio, durante la fiesta de San Juan, todo el pueblo se desborda en tradición: toros de madera, muchachos bañados por la lluvia o por cubetazos de agua, cocineros que salen a las dos de la mañana tras una jornada de banquete colectivo. La cocina no duerme. La comunidad celebra. La Mandinga se vuelve altar.
Una herencia viva
Ni Marisela ni Ana Laura desean abrir otra sucursal. No sueñan con franquicias ni conceptos gourmet. Ellas quieren quedarse aquí, donde la laguna conversa con el paladar, donde los clientes las llaman por su nombre, donde el sazón todavía se hereda y no se compra. “Estamos acostumbradas al pueblo, nos sentimos como en casa”, me dicen, y yo, que vine buscando sabores, me voy encontrando hogar.
En un tiempo en el que todo parece acelerarse, El Típico de Mandinga es un acto de resistencia: cocina de fuego lento, conversación sin prisa, comunidad que se alimenta junta. Una gastronomía que no busca innovar desde lo extraño, sino permanecer desde lo esencial.
Y eso, para esta chef, vale más que cualquier estrella Michelin.
Un hogar para la memoria: Acuyo Taller de Cocina Tradicional Mexicana